Conocí a Jenn Díaz una calurosa y lenta tarde de verano. Me
topé con ella por casualidad leyendo una entrevista que compartía con Milena
Busquets. Me llamaron mucho la atención su corte de pelo pixie y sus enormes
ojos marrones y, después, una vez me hube internado en la entrevista, me
cautivó su forma de responder, pasional, visceral, llena de sentimiento… un
poco como yo. Luego descubrí que ahora tiene 28 años y que es una de las plumas
más destacadas de su generación. Y no lo pude evitar, y me puse a leer…
Belfondo, su primera novela publicada.
Se trata de un libro cortito en el que existe un pueblo aislado
en mitad de la nada que un amo ha rellenado con un elenco de almas llenas de
inseguridades y miedos. Todos ellos trabajan del alba hasta el atardecer por
ganarse el techo donde duermen y la comida de la que se alimentan. El amo lo
controla todo, desde la educación que recibe cada uno, el trabajo que realizan
y hasta los momentos de esparcimiento.
Los días son calcados unos de otros y la cotidianeidad se adueña
no solo sobre los personajes, también sobre los lectores. De hecho, la
sensación que tuve mientras leía la historia es que me había instalado en un
pueblo medio vacío en pleno mes de agosto en el que los días son tórridos y la
brisa abrasadora… hasta que alguien del pueblo piensa “fuera de estas fronteras
quizá la cosa sea distinta”.
Y es a partir de aquí que surgen los cambios. Una pizca de brisa fresca
sopla ligeramente en Belfondo. Los personajes que conocemos prácticamente uno a
uno por capítulos despiertan de su letargo. Y no puedo evitar pensar que, en el
fondo, en la sociedad que vivimos también hay un amo; y que nosotros también
somos los habitantes de Belfondo. Y que quizá algún día podamos traspasar las
fronteras en las que vivimos.
Pero para eso hay que ponerse de acuerdo, ser valiente y
tomar decisiones… Este libro da para muchas interpretaciones… En fin, que lo
leáis, y que cada uno de vosotros busque la suya.
“… Cuando veía a su marido salir por la puerta, encendía el fuego y hervía el arroz. Esa era la distancia que había desde la fábrica hasta la casa de la esquina de la calle Freblina: un arroz hervido”.
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